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20 de diciembre de 2012

Crónica de Otoño - III

Y pues es entre octubre y noviembre cada año, que por una u otra razón los cambios se comienzan a gestar o simplemente colapsan las estructuras, se rompen las barreras o ya irremediablemente se desmoronan los cimientos de los castillos de naipes de mi vida. Como si fuera ininterrumpible el ciclo, fue así durante años hasta que un día, de pronto algo cambió y todo se detuvo.


Fue darse cuenta que el dolor tanto puede enseñarte a avanzar como también puede volverse una gran muralla deteniendo tu paso.
Habría de tener 22 años y la experiencia de un quinceañero para vivir un verdadero corazón roto por la realidad. 

Creer que el primer intento de una relación habría de ser eso, una relación, solo redunda en el fracaso, considerando que todo es ensueño y te dejas seducir por las ideas banales que te vende el mundo, de que las historias de amor suceden a diestra y siniestra y que únicamente debes creer, confiar y dar lo mejor de ti; si tan solo la formula fuera tan sencilla de alcanzar con solo eso.

Te entregas, obsequias tu ser esperando lo mejor y te quedas expuesto a lo que el Destino decida hacer contigo, pero es tu verdugo, quien toma la guadaña en sus manos y corta tu cabeza y desde entonces pierdes la razón y como muñeco sin voluntad vas buscando solo detener el torrente que comienza a ahogarte; eso llamado consciencia que trata de emerger de las venas cortadas que le daban vida a tu cabeza y te hacían razonar entre lo correcto y lo incorrecto.

Ves cuanto más te hundes por seguir un camino lleno de perdición, pero piensas, sigues pensando que en cualquier momento todo volverá a ser un lindo sueño, aquella fantasía que tanto anhelas se cumpla y ver al fin un final feliz.
Toma tiempo luego que afrontas la realidad y entiendes que todas las heridas llevaran tiempo en sanarse. 

Tanto como si fueran heridas físicas, las heridas del alma y el corazón llevan aún más tiempo, a veces por el mismo capricho de no querer volver a pasar por lo mismo no permites que sanen, no te permites olvidar y seguir, porque no deseas pasar por el mismo dolor, pero para continuar es inevitable afrontar nuevamente ese riesgo.

Alguien que ha caído no desea volver a recordar el dolor, su cuerpo le recuerda la sensación. De igual forma, fuera lo que fuese, algo dentro te dice, evita esto, evita aquello, no lo permitas, no dejes que te haga lo mismo y vas por la vida a la defensiva, justificando tu comportamiento con esa razón: “no volverán a herirme”.

Pero el deseo del ser humano por compañía lo empuja a buscarla y sin embargo su sentimiento de no ser herido no lo abandona, y esa mezcla es la que lo lleva a fracasar porque no se entrega totalmente, siempre receloso, siempre precavido, triste alma deseando amar pero aterrada de ser herida y abandonada…

Comenzó pues el joven a buscar refugio en otros brazos y su dolor y amargura solo aumentó; como el torrente en la tormenta, turbio e imparable, ahora menos claridad había en sus sentimientos, solo buscaba compañía y seguridad pero nada de esto le era posible reconocer, al final solo había tristeza y más soledad.

Cuando una pequeña luz vislumbraba en el camino, sus ojos se cerraban y se detenía a pensar cuánto más habría de sufrir y si valdría la pena, de modo tal que la luz pasaba de largo y volvía a quedar en oscuridad y así una y otra vez sin que pudiera parar, ese comportamiento que solo lo hundía más y más…

No puede pretender el ser humano ser feliz si realmente no lo es, eso se llama hipocresía a los ojos del Mundo; pero, tampoco puede vivir eternamente triste, porque el mundo a eso le llama fracaso y ninguna criatura sobre la tierra hipócrita o fracasada logra ser feliz. 

A cada cual le llega su día, pero si no abandonas la carga que el pasado puso sobre tus hombros, no tendrás la ligereza que necesitas en tus pies para correr por la felicidad que es tan esquiva y veloz y no espera a nadie. Aunque cansa y requiere de un gran esfuerzo, es una carrera que vale la pena finalizar, la de ser feliz luego de mucho luchar.